6 de enero de 2015

La libertad del Rock&Roll

Casi nunca voy a correr y, cuando lo hago, no acostumbro a escuchar música. Pero hoy sí. Hace un día maravilloso y todo el mundo está escalando menos yo. Necesito algo que me saque de casa y del ensimismamiento: Roll over Beethoven, en su trepidante versión de la Electric Light Orchestra, acompasa mis resoplidos entre los pinos. La energizante melodía empieza con los primeros compases de la Quinta Sinfonía de Beethoven hasta que aparece la guitarra eléctrica, removiendo al bueno de Ludwig en su tumba -esto último según mi vecino pianista-. Eso no es música, me dice el tío. 

Ese creativo ejercicio que nos hace vibrar, danzar y sentirnos plenos, debería ser un buen representante de la libertad y el respeto. Es difícil entender porque algunos tipos se erigen como defensores de la verdad, despreciando la música que ellos no practican y considerándola una disciplina inferior. Este hecho me recuerda vagamente a otro tema, pero –centrémonos- estamos hablando de música. 

Clásicos, roqueros y virtuosos del pedal

El caso de mi vecino es una muestra del desprecio clasista que os decía: él es un músico amante de las largas composiciones clásicas, convencido de que cualquier melodía que insinúe diversión al alcance de todos –música comercial- y no se ciña a sus premisas de tradición, riesgo o pureza, es una mierda. ¿Quién tiene la exclusiva para decidir qué es o no música o si esta es buena o mala? 

La música tiene mil facetas, y cada uno es libre de escoger las que quiera y obviar el resto. Por ejemplo, no suelo escuchar música dodecafónica porque me parece enrevesada y demasiado metódica, algo artificial. Del mismo modo, tampoco disfrutaría de un peligroso solo de gaita. De hecho, son pocos los practicantes de este comprometido ejercicio que fácilmente te puede arrastrar al borde del abismo físico y emocional. En cambio, tengo bastantes amigos que prefieren encerrarse en una colorida sala indoor para escuchar las mismas series rítmicas de música sintética, una y otra vez, motivados para darlo todo. Y por otro lado están los clásicos, reivindicando un estilo básico que nunca pasará de moda. El extenso conocimiento necesario para disfrutar de esas largas sinfonías es admirable. Pero, qué queréis que os diga, yo prefiero poder brincar deportivamente al son del rock más enérgico: corto, intenso y divertido. 

Siempre encontrarás alguien en los after hours.

Finalmente, están esos cuatro elegidos, polivalentes con gusto ecléctico que son capaces de deleitarnos con su solo de gaita tocando la Flauta mágica de Mozart –para eso sí hay que echarle huevos- y al día siguiente están subiendo de nuevo a la palestra para una sesión de rock duro y al otro se encierran en el local para ensayar una y otra vez ese movimiento tan complicado.     

Mi flauta es más larga que la tuya

Aunque, ojo, para un cordial ambiente sonoro aplicad la siguiente máxima: mi libertad termina donde empieza la tuya. Muchos hemos sufrido viajando en tren la música que nos imponía ese sensible reggaetonero con amplificadores integrados en su móvil. Que cada uno respete el espacio del otro es clave. Así como también es importante que se respeten las creaciones en su estado original; hay que tener mucho talento para retocar un gran clásico y que todo el mundo quede satisfecho. Y si no recordad al desalmado de Luis Cobos y su desconcertante tachín-tachín, aventurándose en un terreno tradicional perforando nuestros tímpanos sin compasión.  

El arte de subirse a un escenario, grande o pequeño, para interpretar una pieza de cualquier estilo tiene su idiosincrasia y requiere de unas habilidades concretas solo perfeccionadas después de muchas horas de entrenamiento. En resumen, queridos, la tolerancia siempre será más sencilla si conseguimos respetar –y admirar- el trabajo de los otros

Dicho esto, os dejo que mañana madrugo para ir a escalar un concierto de rock.